Sapientiae christianae
Sapientiae christianae (en español, De la sabiduría cristiana) es la trigésimo cuarta encíclica de León XIII, publicada el 10 de enero de 1890 y en la que expone los principales deberes de los ciudadanos católicos AntecedentesDesde el inicio de su pontificado León XIII ha expresado repetidas veces las enseñanzas de la Iglesia sobre las cuestiones debatidas en la vida pública. Así, entre otras encíclicas publicó la Quod apostolici muneris (1878), mostrando la incompatibilidad del socialismo con la fe católica; Diuturnum illud (1881); sobre la necesidad de respetar la autoridad civil, en Diuturnum illud (1881); sobre la constitución cristiana del Estado, en Immortale Dei (1885); y sobre el verdadero sentido de la libertad en Libertas praestantissimum (1888). También algunas de esta ideas son utilizadas por el papa al referirse a la actitud que deben adoptar los católicos, ante la situación en Bélgica, Licet multa (1881), en España, Cum multa sint (1882); en Italia, Etsi Nos (1882), en Francia, Nobilissima Gallorum gens (1884); en Alemania, Iampridem (1886);en Hungría, Quod multum (1886); y en Portugal, Pergrata (1886). En esta nueva encíclica el papa deduce y sistematiza las conclusiones prácticas derivadas de las enseñanzas expuestas en esas anteriores encíclicas. Destaca así en Sapientiae christianae, el deber de "obediencia al Estado y a las leyes, cuando el espíritu y la letra de la ley es adecuada a su naturaleza"; y en cuanto a la Iglesia el deber de "conservar y acrecentar su fe personal, y defender y propagar públicamente su fe católica".[1] Contenido de la encíclicaComienza el papa la encíclica destacando la importancia que tiene para la vida cristiana recordar las enseñanzas que va a exponer.
Pues Dios es el fin de cada hombre y también el fin de la sociedad, si se olvida esta verdad y se desprecia la religión, se comprueba que no es posible mantener la paz social confiando solo en la fuerza, pues con ella sola no se obtiene la obediencia sino, en todo caso la esclavitud. Por el contrario el remedio se encuentra en la religión cristiana que nos enseña los deberes que han cumplir tanto para la Iglesia como para la propia patria. Dos deberes que son compatibles, ya que tienen un mismo origen.
Es verdad que en ese doble amor hay que guardar un orden, y en caso de conflicto lo primero es Dios y los deberes para con él y para la Iglesia. Esto no supone rechazar la autoridad del Estado, pues como recuerda la doctrina apostólica hay que estar "sujetos a los príncipes y potestades que les obedezcan, que estén dispuestos a hacer el bien"[2], y al mismo tiempo, no renunciar a la libertad de vivir el evangelio, como declara San Pedro: "Si es justo delante de Dios, juzgadlo vosotros mismos. Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que hemos visto y oído"[3]. Es este -propagar la fe- un deber de la Iglesia y de cada uno de los cristianos, una tarea que compete en primer lugar a los obispos y principalmente al romano pontífice, pero
El papa señala la necesidad de la unión del clero y los laicos en esta tarea, y la necesidad de obedecer a los obispos y al romano pontífice, no solo en lo que toca a los dogmas, ni tampoco puede limitarse a lo que enseña el magisterio ordinario como revelado por Dios. También corresponde a la Iglesia gobernar la conducta de los cristianos, señalando que es necesario hacer o evitar para conseguir la salvación. Recuerda la encíclica que la Iglesia es una sociedad constituida por Dios, que tiende a la santificación de las almas y cuenta con los medios para dirigir al pueblo cristiano a ese objetivo. Por su propia naturaleza es muy distinta de las sociedades políticas:
Existe pues un ámbito de contienda honesta en materia política para buscar lo que se considere más adecuado para conseguir el bien común, pero siempre hay que respetar la verdad y la justicia, sin pretender arrastrar a la Iglesia a algún partido, o tenerla Iglesia como auxiliar de las opiniones propias. Tanto la iglesia como la sociedad civil tienen su respectiva autoridad, y ninguna debe obediencia a la otra, dentro de los límites señalado por la naturaleza propia de cada una. Sin embargo, la iglesia no puede ser indiferente a las leyes que rigen los estados, especialmente si invaden los derechos de la Iglesia; además a ella corresponde procurar que las verdades del evangelio vivifiquen las leyes e instituciones de los pueblos. Sobre estos principios, el papa expone algunas normas para la actuación de los católicos en la vida pública[a]: ante todo se ha de favorecer la intervención de las personas de probidad conocida, prefiriéndolas a los que son contrarios a la religión. En la defensa del evangelio hay que evitar la falsa prudencia que supondría penar que hacer frente a la impiedad puede excitar los ánimos de los enemigos de la Iglesia; pero también han de tener en cuenta que apropiarse de un papel que no les corresponde, queriendo que todo se haga tal como ellos interpretan que debe hacerse, de modo que lo que se hace de otro modo lo llevan con disgusto, rompiendo así la unidad. La verdadera prudencia debe atender a lo que ordena la autoridad
En ese sentido deben dirigirse los esfuerzos de los cristianos para que el evangelio informe la vida pública; pero de nada serviría ese esfuerzo si no se acompaña de un empeño personal por vivir de acuerdo con la moral cristiana, se acude a la oración, se desagravia por las ofensas a Dios, y se vive la caridad con el prójimo, respondiendo al mandamiento de la caridad pues, "si alguno dijere 'amo a Dios', y aborreciese a su hermano, miente".[5] Antes de terminar la encíclica el papa aprovecha para recordar a los padres de familia su obligación de educar a sus hijos en esta materia, pues en el hogar doméstico se prepara el porvenir de los Estados. Concluye el papa exhortando a los obispos para que las enseñanzas que recuerda en esta encíclica, lleguen a todo el pueblo cristiano, y que todos entiendan la importancia de cumplir los deberes que en ella se han recordado. Véase también
Nota
Referencias
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