Fue particularmente importante en el siglo XVIII, con la llegada de la Casa de Borbón, durante los reinados de Felipe V, Carlos III y Carlos IV. La "camarilla" que rodeaba a los príncipes realizaba intrigas políticas, constituyéndose como un verdadero "partido" o facción nobiliaria.[1]
Durante los reinados de Fernando VI, Fernando VII y Alfonso XII no hubo (por no existir príncipe); durante el de Isabel II de España, no llegó a ser decisivo, dada la corta edad del futuro Alfonso XII (10 años) cuando la familia real salió al exilio.
Conspiración de 1776 (annus horribilis para el rey Carlos III; además de problemas con Luis de Borbón, se produjo una conspiración en el cuarto del Príncipe Carlos, futuro Carlos IV, instigado por la princesa María Luisa de Parma y el Conde de Aranda)[2]
Aranda había intervenido en las relaciones entre el rey y su hijo, el príncipe de Asturias, Carlos, seguramente instigado por una frívola María Luisa, que demostraba ya la manera ligera y alocada de entender la política que desarrollará cuando llegue a ser reina. El disgusto hizo reaccionar a Carlos III que escribió una cariñosa carta a su hijo advirtiéndole de sus errores.
La carta, sin fecha, que Manuel Danvila publicó en 1895, es muy conocida.
Lo que es cierto, que si no han hablado en tu cuarto, en tu presencia, ó en la de tu mujer del modo que sospecho, no hay duda que el público lo ha inferido, autorizado por observacion, notada de todos, que tu y tu mujer recibiais con ceño y poco agrado, á los que yo distinguia, ó remuneraba, y agasajabais en su presencia á unos trastos despreciables, lo que hace mas sensible la diferencia.
Sin embargo, los príncipes demostraron pronto el poco efecto que les había hecho la reconvención paterna y volvieron a las andadas cinco años después, en 1781, esta vez
no sólo acogiendo en su cuarto a los arandistas, sino enviando Carlos IV al conde una carta personal en la que criticaba abiertamente “lo desbaratada que está esta máquina de la monarquía y lo poco que hay que contar con los ministros que ahora hay”. El príncipe llegó a pedir a Aranda “un plan de lo que debiera hacer en el caso (lo que Dios no quiera) de que mi padre viniese a faltar y de los sujetos que te parecen más aptos para ministros”. Un ingenuo Carlos, que recordaba que su mujer “que está aquí presente te encarga lo mismo” –como si fuera necesario decirlo- le aseguraba que “esto en ningún tiempo lo sabrá nadie”. Aranda reaccionó entregándose de lleno a la obra, pensando que se quitaba de encima a Floridablanca y volvía a España a mandar.
Quizás la pequeña conspiración de 1781 sea el episodio más conocido e importante de la vida de Carlos en este periodo. Después de tantos años a la sombra de Carlos III y a la espera de acceder al Trono en no mucho tiempo, el cuarto de los príncipes intentó tener un partido propio. Para ello, Carlos –siempre asesorado por su esposa– le escribió a París al Conde de Aranda (conocido rival del vigente secretario de Estado, Floridablanca) pidiéndole un arbitrio para reformar la «desbaratada máquina de la monarquía». Carlos III descubrió esta pequeña conspiración y reprendió a su hijo en una interesante carta en la que –como buen suegro que se precie– achacaba estos manejos a la mala influencia de la princesa de Asturias:
«Por último, quiero hacerte otra observación importante: las mujeres son naturalmente débiles y ligeras, carecen de instrucción y acostumbran a mirar las cosas superficialmente, de que resulta tomar incautamente las impresiones que otras gentes con sus miras y fines particulares las quieren dar. Con tu entendimiento, basta esta observación y advertencia general» (Egido, Carlos IV, Madrid, 2001, p. 44).